Como todo lo que proviene de la sensibilidad y agudeza de Anderson –reconocida por sus performances en las que combina música, danza y proyecciones y por la decena de discos experimentales que editó en las últimas tres décadas–, El corazón de un perro tiene el encanto de lo que no se deja aprehender, aquello cuya naturaleza se nutre de una ilimitada antropofagia cultural: conceptos del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, del Libro Tibetano de los Muertos, del escritor estadounidense David Foster Wallace y del filósofo danés Soren Kierkegaard, por mencionar un puñado de referencias. El libro es un diario íntimo, un poema narrativo, un ensayo filosófico acerca del dolor, una nouvelle metafísica, un relato budista. La autora logra que los lectores atraviesen distintos estadios de percepción. Consigue, nada más y nada menos, lo que le recomendó su maestro de meditación: “Tenés que aprender a sentirte triste sin estar triste”. Ella escribe “traduciendo” la consigna de Kierkegaard: “La vida sólo se puede entender hacia atrás; pero se debe vivir hacia adelante”.