Mi madre no está muerta pero
le están cortando
la pierna en dos.
Mientras el cuchillo
se inserta en la carne,
el llanto de un recién nacido
suena en el quirófano
como si el niño estuviera
observando la escena
de sus pesadillas tempranas.
Mi madre es
una pobre niña, nada más.
Ella, que nunca fue tranquila
hoy duerme
de manera artificial
mientras camina en sueños
y el médico, como un partero,
la saca al mundo
de los que
viven sin dolor, no ese
que separa los vivos de los muertos
sino a los heridos de su propio
horizonte blanco,
en ese horizonte que emblanquece
lentamente con el pasar
de la espera.
En la sala de parturientas
las mujeres agonizan, eso
tienen en común: el dolor
que un día llega,
levantándose como un
accidente geográfico.
Los guantes
de goma blancos, ahora rojos,
dedos como pétalos de rosas
caen sobre la tierra de la carne.