Lo primero que impresiona al lector de este diálogo de Carmen Castillo con dos amigos argentinos, el filósofo Diego Tatián y el cineasta Alejandro Cozza, es la elevación, ética, intelectual, filosófica, política y, sobretodo, humana de la conversación, en la cual participa también el público. No encontramos aquí ni un destello de lo mezquino, de lo pequeño, de lo estrecho que caracterizan el universo de la cultura mercantil dominante. Pero no menos importante es que esta altura moral es inseparable de una auténtica modestia, una humildad, quizás excesiva: “Son pequeñas cosas, lo que uno puede hacer”, dice Carmen, acerca de sus películas.
En todos estos años de exilio, Carmen no aceptó quedarse en el papel de “víctima”: transformó su tristeza, su melancolía, su ira, su rabia –son sus términos– en fuerza creadora, en obra de arte, en cultura subversiva. Y si sus obras son “radicales sin ser sectarias” –lección que aprendió con Beatriz Allende– es porque tienen constantemente presente el papel, en la política revolucionaria, de las subjetividades, las fragilidades, los gestos de ternura, de amor, de solidaridad.
Con la complicidad de sus amigos, Carmen nos trae un mensaje que es, en nuestros “tiempos sombríos” (Hannah Arendt), más que nunca actual: “la deuda contraída con el pasado abre la promesa de la redención posible”.