¿Acaso es posible tener a la palabra como objeto de fe? Es que Cavallaro le pone nombre a las cosas para hacerlas gobernables. Como los demonios, que solo obedecen a quien sabe nombrarlos, cada poema de Distintas formas de lo urgente contribuye a una progresión que se impone por obra y gracia del lenguaje. El poema siempre es el presente, sin embargo desde estas páginas se envían ondas expansivas al pasado, se compone la nostalgia por un mundo más lento y menos líquido, se reformulan los símbolos que trafican las canciones que construyeron nuestra educación sentimental. Pero no se queda quieto y también se pregunta por los efectos de la lengua, el costo de ser consciente del habla, aquello que la palabra le hace al cuerpo, al ansia, a la memoria, al futuro. Hasta el más ateo de los ateos sabe que nombrar es un poder. Entonces, ¿somos adictos al conjuro de lo dicho? ¿O somos víctimas de los espasmos que produce lo que la palabra no dice? La conciencia de esa zona gris que separa los dos extremos es, quizás, lo irremediable. Y es la materia prima con que está hecho este libro. Porque da cuenta de que la urgencia nunca tiene que ver con una cuestión de tiempo sino con la impaciencia del balbuceo, la desesperación congénita en cualquier voluntad de decir, la imposibilidad de explicar con palabras de este mundo. Lacan creó un neologismo para señalar que el hombre es un animal enfermo de lenguaje; para eso cruzó dos verbos: ser y hablar. Saber de ese sometimiento es lo que hace poderoso a este poemario. En suma: la impunidad irreparable de la poesía, su verdad última.