Agua es una novela extraordinaria: un poema. Lía Chara se planta en este texto. Se planta como quien navega: con raíces que saben que las fronteras son un invento demasiado artificial. Se planta con raíces que se mecen y fluyen. Agua es poesía. Y es narrativa. Narrativa: la historia de una mujer, una trabajadora. De otra mujer, Flora, la única cuyo nombre se conoce en esta historia. Y de una tercera, la medusa que la primera de ellas va a conocer en una pileta. La historia de la trenza que arman con sus encuentros y desencuentros. Poesía: la historia de estas tres mujeres no se cuenta con secuencias lógicas. Nada de introducción, nudo y desenlace —tan parecida al sexo en la cabeza de un bodoque machirulo, esa idea de narrativa—. No: la historia sucede de imagen en imagen. Imágenes del dolor, del trabajo, del amor, de la soledad más sórdida, de los encuentros. Y las imágenes —claro, me dirán ustedes— están hechas de palabras. Pero lo que quiero decir es que las imágenes que hacen a las corrientes de esta Agua están hechas de palabras en un sentido fuerte. Cuando la lean, les va a sonar en la garganta, en el pecho, en las piernas, en el sexo: en el cuerpo entero. Es música Agua. Es música de la más hermosa que me haya tocado en los últimos años. Hermosísima.