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Descripción

Los traductores profesionales suelen ser conversadores entretenidos; la comidilla de familiares y amigos es la cultura extravagante y la información surtida que manejan. Pueden explicar cómo se braceaba la cerveza en el antiguo Egipto y cómo entró en un ojo de Christopher Marlowe el cuchillo que lo mató, qué diferencia a una bacteria de una célula eucariota o qué asanas de yoga son benéficas para una embarazada. No es para sorprenderse que recuerden tan bien y que hablen demasiado: se pasan muchísimas horas solos con cada libro, probando en susurros cómo suena algún diálogo. 

Si el traductor escribe, sobre todo si es novelista, esa diversidad disparatada es un tesoro: el recordatorio permanente de que el lenguaje no debe darse por vencido ante la enormidad de lo real. Así se definen dos formas del gasto: si escribir es un lujo, la traducción es un intercambio de dones, si se quiere un trueque. Se efectúa por medio de ritmos, de la atención a la textura de las oraciones, y del descubrimiento inacabable de las formas en que las lenguas constituyen el mundo; en cierto modo, se hace por medio de alientos. El traductor profesional,  acechado por la responsabilidad de su trabajo, en cabildeos con el placer, se centra en una frase tras otra del libro que tiene en el atril, duda, cavila sobre su idioma y a la vez intenta apurarse, porque cada frase es una pequeña fracción del dinero que necesita para vivir. Es una cuestión muy instructiva, de la que trata en parte este librito. También trata de algunas otras. Cuestiones todas, digámoslo ya, que cuando uno entra en la corriente deja muy de lado. Y bien que hace. Porque como decía más o menos René Char, ¿qué pájaro se atreve a volar en un matorral de preguntas?

Marcelo Cohen