Lo que hace tan buenas las obras literarias de los no literatos es que, cuando hacen una excursión por este extraño arte, solo hablan de lo que saben, mientras que el escritor declarado se suele ver arrastrado a hablar de todo tipo de cosas por la fluidez de su lenguaje.
Esta idea de Eugène Delacroix se podría aplicar a él mismo, que además señalaba con secreto goce la ventaja que tiene la pintura por no ser un arte parlanchín. Sin embargo, o justamente por ello, Delacroix escribe, y lo hace en revistas, hojas volantes, cartas, álbumes, etc.
Estos escritos reunidos por Achille Piron y luego Élie Faure, que van del año 1829 al 1863, condensan, por un lado, el pensamiento del pintor francés en torno a lo bello, ese (im)pensado de toda estética, y por otro, sus meditaciones metafísicas, esparcidas con una especie de dulce violencia, que nos acercan un pensamiento sobre la vida de una insospechada crudeza. Se destaca una radical inversión del binomio moderno igualdad/jerarquía, anclado en criterios sociológicos empobrecidos y abstractos y cuyo fin político es la nivelación social y el poder de las leyes y las escuelas. Este binomio se ve desbaratado por un nuevo par igualdad/selección, de una naturaleza estrictamente opuesta y amparado esta vez en un criterio intensivo de carácter vitalista: igualdad de los seres por su dignidad ontológica y selección de lo mejor, y de lo bello, por lo más potente. Esta inversión crítica, que liga a Delacroix –a sus espaldas, hay que decirlo– con pensadores como Nietzsche y Spinoza, pone de manifiesto el locus de todo acto creador, su perpetua excedencia.