Aunque comprovincianos, creo, a Libertad Demitrópulos la conocí tarde, cuando ya quizás para ella comenzaba a nochecer, y también para mí, salvo que aún resisto. Por aquellos días sólo había leído su excelente novela Río de las congojas, y se me hace que no mucho más. Sospecho que se fue a tiempo de la tierra caliente de donde era oriunda, como se dice, o la habían afincado, y luego unió su caudal al de su compañero el poeta Joaquín Giannuzzi, sumando felizmente el agua al agua. Nuestros hombres de letras nacionales, refractarios en principio a todo conocimiento y valoración de lo que se escribe unas cuantas cuadras más allá de lo metropolitano, no la puso con el énfasis justo en el equívoco y efímero panteón de aquello que se deifica y se olvida con simétrica premura. Pero es claro que eso no importa: sé que se acudirá a esta La flor de hierro de Libertad Demitrópulos cada vez que sea necesario reencontrarse con la buena, honesta literatura. HECTOR TIZON