No hay amanecer malo. No hay sequía, ni en invierno ni en verano. Y cuando el día irrumpe y los grandes buses anaranjados empiezan a descargar la multitud de empleados de las tiendas y restaurante del mall, el último de los niños pobres ya va lejos, con su botella llena de burbujeante Coca-Cola, y los osos reasumen su majestuosa quietud por el resto del día.
La torre gigante del Marriot proyecta su sombra como un reloj de sol, cubriendo a horas fijas a un oso, después al otro, en una caricia amistosa. En el Executive Lounge del piso veintitrés estoy yo, sin nada que hacer (nunca tengo nada que hacer) bebiendo whisky y pensando en la sublime realidad del mundo.