Una mujer se sienta en el terreno en el que construirá, con sus propias manos, una casa. Su mirada viaja por cada uno de los elementos que hay a su alrededor. Observa el lugar y los mínimos cambios que se producen durante las horas de esta meditación contemplativa. Es el paso del tiempo el que empieza a darle forma a su sueño.
En esa acción de Sara, la protagonista de uno de los cuentos de este libro, podría sintetizarse también cierta metáfora de la escritura de Kamiya: la del tiempo como una suerte de catalizador que posibilita o modifica las reacciones o los cambios de las personas y las cosas. La escritora, como Sara, contempla. En algunos relatos, con filosofía casi objetivista, parecería que las cosas fueran los verdaderos sujetos de la historia: una quinta de fin de semana es inmutable testigo de la vida de otra mujer, una flor es el destino que nombra a una niña; en otros, es el tiempo mismo el que parece asumir el rol central, haciendo una pirueta para narrar varias situaciones de muerte simultáneas, en la aporía de un koan zen, o estirándose mansamente en una conversación de dos amigas durante una espera en la vereda.