La violación y el asesinato de una chica autóctona a manos de un joven teniente del ejército italiano en tiempos de la invasión fascista de Abisinia vertebran uno de los íncipits más impactantes de la literatura bélica, que da comienzo a una novela –la única que escribió el guionista de «La dolce vita»– capaz como pocas de denunciar la hipocresía que hay detrás de todo intento de conquista, el machismo disfrazado de ardor guerrero, la vergüenza del colonialismo, la impunidad del invasor, la miseria, la gratuidad del dolor que inflige el hombre cuando emprende una guerra. El cínico narrador y protagonista del relato se ve acosado, en su conciencia, por remordimientos que no devuelven las vidas arrebatadas ni reparan la dignidad de mujer violada y abandonada a su destino; y se ve atacado, en su cuerpo, por una lepra que le consume las carnes pero no expía los pecados. Una obra que resultó desconcertante, más aún en pleno auge del neorrealismo, y que tiene como telón de fondo no el «país ideal de las películas de la Paramount», sino el país triste, ingrato, ambiguo, esquivo, y como centro un asunto «absolutamente fantástico»: un crimen fútil y fatal, que desencadena en su autor un delirio corrosivo y le transmite la enfermedad de un «imperio contagioso», de un sentimiento de culpa inseparable del rencor, de una piedad mezclada con el desprecio por un mundo desconocido, África: «el armario de la inmundicia», donde los occidentales van «a descargar sus conciencias».