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Descripción

Después de un asado familiar, a la hora viscosa de la siesta, una chica y su novio se escapan para ir a un telo. Después del sexo se miran en el techo espejado sobre la cama y se ven como un matrimonio anciano. De a ratos, usan un desgano prehistórico, el mismo con el que pasan las fotos de un álbum en Facebook. Él le cuenta cómo su padre lo abofeteó: primero así, después así y de nuevo así, la mímica de un golpe humillante que se describe igual que la mímica del sexo, esa coreografía antigua y vital que la narradora, a pesar de su juventud, parece conocer de antes, de otra vida, de otro tiempo, y que jamás la obnubila. 

En la línea valiente y melancólica de Milena Busquets o el desprejuicio sensual de Miranda July, estos cuentos diseccionan la crudeza y el espanto del amor y la violencia de sus contradicciones: esos pasadizos oscuros como los de un tren fantasma por los que deambulan madres, padres, hijos. Personajes que para crecer se abrazan a la deriva y al desencanto. 

Como una joven sabia, insobornable y piadosa, aguda y delicada, Olivia Gallo cuenta con distancia lo que pasó ayer. Aleja el pasado, lo retuerce, lo estira, lo saborea como a un caramelo ácido, se deja conmover o irritar, pero no tanto como para llorar. Nunca para tanto. 

Magalí Etchebarne

 

FRAGMENTO

"Áfrika"

Nunca llegamos tan lejos. Otras veces nos alejamos un poco, a los barrios de los alrededores, pero esta vez dejamos atrás la ciudad, los cines, los supermercados y los edificios plateados que se amontonan sobre las avenidas como liendres.

Ahora estamos en la ruta. No sé cuál porque no tengo ni idea de rutas. No las puedo reconocer. Son todas iguales: árboles y pasto a los costados, luces de peajes a lo lejos, bultos de perros muertos en las banquinas. Son casi las cinco de la tarde y el cielo está nublado, lleno de nubes grises hinchadas como piñatas. Hace frío para ser verano. Viajamos con las ventanillas bajas: la de Jero casi toda, la mía, por la mitad. La radio está prendida pero se escucha con interferencia. No me acuerdo de la última vez que alguno de los dos dijo algo.

Hace un rato estábamos en Del Viso, en la quinta que alquilan sus viejos y los míos todos los veranos. Era mediodía y mi papá preparaba el asado. Nuestros padres y hermanos estaban en una punta de la mesa y nosotros dos, en la otra. Yo le rozaba la pantorrilla con una pierna. Me había puesto una crema que me dejaba la piel aceitosa. Me la había recomendado una amiga poco antes de que termináramos la secundaria. La usaba su hermana, una de las bailarinas de Tinelli. “Hace brillar la piel”, me había dicho, y yo, desde entonces, la había usado cuando lo veía a Jero para imprimir en su retina una imagen que me retratara como una chica de piernas brillantes y sedosas.

El asado terminó a eso de las tres. Nuestros viejos tomaron café y después todos se fueron a dormir la siesta. Nosotros seguíamos sentados en la mesa del patio. Ahí Jero me dijo que nos fuéramos. Yo tenía el celular en la mano. No lo miraba a él, sino a la pantalla, y pasaba fotos de un álbum de Facebook moviendo el pulgar hacia la izquierda.

A Jero le suelen dar esos ataques de querer irse. Casi siempre damos unas vueltas en el auto de su papá y terminamos en algún telo. Si estamos de buen humor vamos a alguno temático, pero la mayoría de las veces terminamos en el de siempre, uno bastante sobrio que tiene un nombre francés. Cogemos una sola vez y después hacemos lo que llamamos “vida de hotel”: nos bañamos en el jacuzzi, llamamos al servicio de habitación, pedimos cerveza y papas fritas de paquete, y nos tiramos en la cama a ver tele envueltos en batas blancas. Me gusta mirarnos en el espejo que está en el techo, encima de la cama. Parecemos un matrimonio viejo. Cuando está por terminar el turno, Jero siempre me propone que nos vayamos a vivir solos, a alguna casa en alguna playa, juntando sus ahorros y los míos. Todo suena muy lindo, pero no me lo creo. Al parecer Jero sí, porque siempre parece desilusionado cuando volvemos a la quinta.