Los tiempos largos del evolucionismo, que ponen como sujeto a una especie individual que con sus adaptaciones funcionales se aleja cada vez más de las otras, y los genes egoístas del neodarwinismo contemporáneo, que aseguran su supervivencia en el huésped mediante una lógica economicista y militar, tienen algo en común. Borran de la escena los cuerpos de los organismos presentes, sus tejidos excitables, sensaciones y placeres, y las prácticas que los hacen impensables sin estar enredados, envueltos, involucrados afectivamente en las vidas de otros, incluso de otras especies. Leyendo a contrapelo la investigación del creador de la teoría de la evolución, la historiadora Carla Hustak y la antropóloga Natasha Myers descubren un Darwin desconocido, obsesionado, fascinado, envuelto sensualmente en el encuentro queer de las orquídeas y las abejas. Apoyándose en las teorías feministas, las plantas, esos seres supuestamente inmóviles y pasivos, aparecen como cuerpos sensoriales creadores de diferencias y proposiciones en un medio cargado de afectos y significancia. El ímpetu involutivo, que está más cerca del salto de un bailarín que del momentum mecánico y ciego de la física newtoniana, que es el impulso que lleva a los cuerpos a vivir enmarañados y envueltos, pretende sentar las bases para una nueva ecología afectiva.