Al escribiente de cartas de Amado Señor la cosa se le desvió. Allí donde planeaba, le confiesa a
su destinatario, “armar un universo de ficción” a partir de la primera epístola, “abandonar esta
conversación e iniciar otra más indirecta”, descubre que no puede dejar de escribir cartas: está
cansado de narrar, prefiere el coloquio directo. El escribiente no cree en su interlocutor y se lo
advierte, pero su falta de fe lo empuja a un panteísmo del significante: cosa que nombra, cosa
a la que le escribe (Amado Escarabajo, Amado Cuchillo, Amado Punto, Amado Cuervo, Amada
Nube de Bacterias). Una enciclopedia maravillosa va apareciendo a los ojos del tercero, el
lector. Y también una serie de historias y personajes, porque la parábola, más vieja que la
literatura, termina por encontrar su lugar.
Puede que Dios no exista, pero eso no es motivo para dejar de escribirle. En La ciudad de Dios
San Agustín descubre que el alma, o el inconsciente, es indiferente al error: “¿Y si te engañas?
Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tampoco engañarse. No me engaño en las
cosas que amo; aunque ellas fueran falsas, sería verdad que amo las cosas falsas. ¿Por qué iba
a ser reprendido e impedido de amar las cosas falsas?”. Guadalupe Salomón