A veces pasa: nos encontramos frente a una novela que combina un trabajo de orfebrería con el lenguaje a la vez que plantea una trama que atrapa, que no se puede dejar de leer. En algunos casos excepcionales sucede algo más: se trata de relatos en los que el lenguaje parece fundarse a cada paso, inventarse gozosamente, novelas que el lector disfruta, hipnotizado por el descubrimiento de un tono, de una voz. Es el caso de La hija de la cabra, la primera novela de la poeta Mercedes Araujo ganadora en 2011 del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
El relato se centra en la historia de amor de “la Juana” –una india huarpe mendocina, hija del cacique Cunampas– y un blanco durante la época del Virreinato. Pero también es la historia de la familia de Juana, de los hombres y mujeres de la comunidad, del hambre, de la sequía, de la ambición de quienes explotan la tierra; una verdadera épica del páramo. Y, si bien se trata de un paisaje cercano a la experiencia de la autora –Araujo es mendocina– el tema del desierto es arriesgado...Araujo construye un lenguaje en el que cuerpo y paisaje se funden y fundan a su vez una manera de hablar, de decir –“El silencio y la cerrazón han encaminado a Juana a un cerro. Cuerpea. Escala buscando un animal. En la cima, lija de un vistazo el horizonte. Ni un solo bicho. Una mancha oscura en un pico de roca viva”– que, sin embargo, no parece forzada sino que nace con la naturalidad de la flor del cardo y que recuerda, por ejemplo, el registro poético y abigarrado de Clarice Lispector en La araña. Sólo que aquí, cuando ese lenguaje parece opresivo –y en La araña Lispector lleva ese experimento al límite–, la autora tiene la habilidad de enhebrar otro discurso, otro género que vuelve la narración siempre al campo de la legibilidad. Son las cartas que escribe el ingeniero Martinelli a su esposa desde el desierto y que le sirven a la autora para terminar de hilvanar la trama. Es de celebrar, entonces, el riesgo que asume Araujo. Como lectores, sólo nos queda asumir nuestra parte. Adentrarnos en la experiencia del desierto y aceptar que, tal vez, la consecuencia sea perdernos momentáneamente en ese laberinto de lenguaje y sentimiento trágico.
Carolina Esses