Una velocidad. Un vértigo. Algo de lo extraño con las palabras, la espesura. Amadeo Pasa escribe desde sus inicios que el viento no puede capturarse, que en la ciudad está la torre guardiana de las almas rotas y que el amor es siempre ilusión, desventura, desvarío y lejanía. Y en ese cálculo que hace mientras escribe incluye al cuerpo, su necesidad de ser acariciado, su desobediencia. Lo hace desde una posición original: está mirando el mundo como quien no quiere o no puede intervenir en él, como si pudiera dejarlo en esas burbujas de vidrio que se agitan para generar nieve en los paisajes. Mira a las personas, y cuando se mira a él mismo para decirse qué hacer, cómo perder, cuánto desear, alza los brazos al cielo para hablar con dios. Leerlo es un viaje al vacío, tirarse con el pecho abierto al abismo de una lengua musical y punzante.