Pocas veces (¿o nunca?) un creador de canciones se sumergió en el universo de la literatura como lo hizo Lou Reed, que quiso ser escritor pero fue músico. O, mejor, storyteller, un contador de historias oscuras, siempre en los márgenes. Así, en su música (creció con el rock y nunca lo abandonó, nunca se dejaron de amar), y traccionado por una serie de tensiones existenciales, sexuales y sociales, supo convertir esas pequeñas grandes tragedias en pequeñas grandes canciones. Sin alivianar el peso de “la realidad”, mostraba el dolor exento de maquillaje o finales felices, aunque al mismo tiempo creía que la música podía “cambiar el mundo. Lo hizo y lo seguirá haciendo”. Bajo el paraguas de Andy Warhol y del escritor Delmore Schwartz, y a través de muy diversas lecturas, de Shakespeare a Chandler, de Poe a Ginsberg, encontró una suerte de síntesis que, al mismo tiempo, le permitía hacer literatura de tres minutos, atravesar el fuego a su propio riesgo y enfrentarse al Poder multiforme. Escribe Walter Lezcano: “Su posicionamiento era el de un narrador que usaba el lenguaje (y su voz inolvidable e inconfundible y su forma tan precisa y afilada de tocar la guitarra) en función de las historias que su ética inquebrantable le exigía cantar sin falsear la esencia de la tristeza, de la perdición que tenía en su interior. Porque Lou Reed, lo sabemos con el tiempo a nuestro favor, no cantaba cualquier cosa sino aquello que es imposible de pasar por alto o que la sociedad quiere barrer debajo de la alfombra”. Un mundo que conoció caminando toda su vida por el lado salvaje.
96 páginas.