La mujer sin razón cita alevosa y ambiguamente el verso de Sor Juana (“hombres necios que acusáis...”) para susurrar el anhelo irreverente de los que escribimos y gozar así de los beneficios de la razón para simultáneamente, con todas las fantasías incluidas, incorporar su anverso o reverso como compañía en las circunstancias o situaciones que nos afrontan. Por eso mismo, una niña puede ser un repertorio de sus edades y permanecer sin que la actitud exija una moraleja en medio de la acción. Que no la paraliza ni la condena: las presenta para dejar el acontecimiento en la vibración mimética del instante.
“Ante ella James Joyce parece tan inocente como la hierba”, escribió W.H. Auden de Jane Austen. En la novela de María Martoccia encontramos dos dimensiones del narrador, ninguna de las cuales está exenta de humor. Uno del estilo de Persuasión y Orgullo y prejuicio; otro, próximo al de Alicia en el País de las maravillas. Se complementan, se relevan o se disuaden con la misma sobriedad y seriedad con la que se abstienen de contar demás, con lo que se libran con gracia impar de lo obvio y lo obtuso. Nunca permiten al lector abandonar la función.
Es inocuo el lugar que una ficción narrativa ocupa hoy en el espejo de asimetrías de la realidad y el arte o, para decirlo sencillamente, en nuestras vidas, pero La mujer sin razón permite descubrir cómo, cuando la memoria y la imaginación se asoman al misterio, nos proporcionan placer, alivio y una especie de alegría y salud en comienzo impensables.
Luis Chitarroni