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La poesía es cosa de mestizos. Y no todos, y no siempre, la escriben. Abrazado por el cuerpo de la madre tierra, a veces al mestizo le basta con jugar con palabras, con formas ajenas. Jugar a que se es otro, jugar a que se es libre. Pero se queda huérfano. Sara Luna es canción de huérfano.
En sus manos estaba el aroma de hoy1
De espaldas a mí, se tomaba la cara con las manos.
Había ensuciado las alacenas, la mesada
y parte del piso, como si estuviera
cambiando de piel, preparándose
para una transformación delicada.
Ya casi no podía ver
y al cocinar, como en una prueba,
sellaba sus párpados con huevo batido.
Ella estaba unida a las cosas de este mundo
a través del misterio de cada una de ellas.
Eso la aliviaba del dolor de envejecer.
Del horno sacó una máscara
hecha de masa de hojaldre.
Se la puso y se dio vuelta hacia mí.
Un pulso vibra en mis manos
mientras amaso, me dijo.
Cortando un tomate, agregó:
Cada cosa, por pequeña que sea,
por más marchita que esté, tiene su temblor.
Luego me acarició como los ciegos tocan: para ver,
y sentí que podría adormecerme
oliendo los restos de tomillo y ajo,
presintiendo que estos instantes venían de antes,
de cuando yo no había nacido
y ella estaba en su cocina de campo
con un tazón frente a la ventana,
batiendo, preparando mi vida.
1 La escritura tiene similitudes con el arte de la cocina. Sara Luna cocinaba y recordaba su tierra natal, la olía, degustaba y comía en sus platos. Y yo, un año antes de viajar a Santiago, escribía y aparecían anécdotas, recuerdos, delicias de Sara Luna sin proponérmelo, algo que venía de mucho tiempo atrás, o de antes. Ella, que había muerto siendo yo un adolescente, me traía esa temporalidad, mi infancia, pero yo quería acercarme la suya. Por eso en unas vacaciones de julio, me tomé el colectivo de larga distancia hasta aquel lugar remoto. Quería acercarme a lo más lejano que tenía: su nacimiento.
La historia de la piel2
Espío a mi mamá
desnudando a su madre.
Le saca la camisa, los zapatos,
la pollera marrón.
Su piel es opaca, la luz
que le da se la guarda.
La llenaría de flores
así como está, cubierta
con un tenue abrigo de arrugas.
Ella despierta algo en mi mamá
y viceversa.
Pienso en los escuerzos
que con Loren sacábamos
de los pozos con agua y palos,
los recuerdo inflándose y desinflándose
en nuestras manos.
Ella tiene la piel anfibia,
en medio de dos mundos.
Éste es el demorado ritual
de cambiarse la ropa,
de dejar algo atrás
antes de entrar en otra tierra.
Su hija sienta a mi abuela-escuerzo
y con la palma la empuja para que vaya
y dé esos saltitos buscando,
sin querer encontrar
aquel pozo.
2 Espiar es la primera acción del nieto. A cierta edad uno no se acerca a las personas sino a las mirillas.
En la voz se oyen cosas3
Mi abuela se fue de su terruño
y muchos años después, cuando
se fracturó la cadera y se quedaba
en mi cuarto a dormir,
yo escuchaba en sus ronquidos
el resuello anterior a la ciudad,
como si se estuviera yendo
de vuelta a su pueblo
y su voz se quedara vacía.
Al día siguiente me contaba
que había visto en el sueño
que alguien quemaba sus santos
y que no sabía si era su vida la culpable
o la pobreza o haber abandonado
y luego prendido fuego las creencias.
Por años mi abuela arrulló
a las bestias más amargas del monte.
Y yo, el último animal
a su cargo, ando y desando
esa voz, olisqueando su recuerdo,
su cara tersa como el interior de un tazón,
el modo en que caminaba hasta la cama
y se echaba y el mundo de la siembra
volvía a robar a la anciana
que se dormía a mi lado.
3 Recuerdo cuando Sara Luna estaba viviendo en casa mientras se recuperaba de una fractura de cadera. Durante esos meses, antes de irme al colegio, sin importar el sueño que tuviera, me detenía unos segundos para verla dormir con la boca entreabierta, un brazo apoyado sobre el otro que sobresalía de la cama, la palma de la mano abierta como si acabara de soltar algo delicadamente. Otra delicia era de madrugada, cuando se levantaba para ir al baño y tocaba mi cama en la oscuridad: para orientarse me acariciaba.