Padre, madre, tres hermanos, el campo. La llanura es, en El libro de los caballitos, el espacio donde la lengua libra una batalla entre la posibilidad de nombrar y el silencio de lo salvaje. Valeria escribe como una costurera y una pianista. Con cada cuerda que golpea, con cada vibración, hace reverberar sonidos, imágenes, formas que, al desplegarse, revelan la marca que dejan los dobleces, las puntadas sin hilo, las cicatrices. Los objetos se multiplican al tiempo que desaparecen detrás de las palabras: el brillo peligroso del filo de un cuchillo, la montura de un caballo, el fuego que destruye y origina, la presencia de los niños que frente a la mirada de los adultos se diluyen como espectros. La poesía de Valeria habla la lengua de los sueños y la infancia, se inscribe en “la ferocidad de lo dicho” para apropiarse—en buena ley—de una herencia.
Virginia Cosin