El personaje femenino que habla en La Anunciación habla porque recuerda. No tiene nombre; tiene una inagotable voz. La voz avanza como podría hacerlo en su lugar la poesía: desarmando; desalentando a los que busquen ahora de dónde asirse; imponiendo el estado de vigilia y sopor en el que se revuelca quien se murió en la víspera. Habla desde un viaje a Roma que hizo para salvarse. Una despedida imaginaria. Una conversación que sí ocurrió pero no debió de ser la última. El exilio y el diálogo con un amante que no hace otra cosa que escaparse a fuerza de una imaginación que no cesa; de la palabra textual y el beso que se aleja por tanto repetirse en el vacío.