Monroe es una invitación a sentir la realidad como ese rayo que se hunde en nosotros y nos permite un camino en reversa. No es un libro budista —aunque el epígrafe de su primer poema lo sea—, no hay aquí quietud meditativa ni restricción del deseo. Al contrario. El deseo no se ve como la fuente del dolor, o no así únicamente, sino también, y sobre todo, como fuente y núcleo de la vida. En la escritura, lleva el ritmo, marca el tono, le da carnadura a la poesía y a la especulación intelectual.
Tampoco es un libro enteramente punk: el desenfreno se da en pequeñas dosis o está francamente en el pasado. En Monroe hay conciencia del deseo; hay un cuerpo y una conciencia que se vuelven cada vez más hábiles en desmadejar lo real de lo ilusorio, el deseo del mandato, incluso del mandato paradójico del goce. Monroe insiste en la potencia transformadora del deseo cuando la conciencia desnuda las determinaciones materiales e ideológicas que la atraviesan y la constituyen. Todo puede alimentar la conciencia cuando es objeto de deseo, deseo de conocimiento y de autoconocimiento; posible, este último, sobre todo, cuando el tiempo da perspectiva para pensarnos. Porque el pasado sí existe: lo confirman nuestros muertos, los que vuelven en sueños; lo confirma nuestro cuerpo, que aprendió que, con las necesidades satisfechas, el deseo es su realidad más acuciante y que se puede vivir plenamente sin cumplir todo lo que su capricho nos dicta, pero no sin hacernos cargo de lo que sentimos.