Hay que decirlo sin rodeos y de una vez: este nuevo libro de Leticia Obeid puede leerse fluidamente, con sostenido disfrute y sin ninguna caída de interés, prácticamente sin parar y de punta a punta. Pero, además, la escritura de Obeid inspira confianza, lo cual no es una valoración literaria– en cuyo caso se trataría de un juicio demasiado subjetivo, impresionista –ni el capricho voluntarista de un lector con fascinación fácil. Hay una honestidad vital que se respira en el texto, de la que emana una inmediata sensación de naturalidad, de sencillez doméstica; algo que no está, eventualmente, sólo en los contenidos ni en alguna conjetural espiritualidad de la autora, sino en la materia misma de una escritura que se hace creíble y palpable casi hasta lo táctil, como un precioso objeto físico iluminado, mas allá de las verdades o mentiras ficcionales, de confesiones, anécdotas verídicas o fantasías, que también las hay.
Tampoco parece que ella se haya preocupado por la conformación de una fórmula fácil para seducir con una escritura llana, simple y directa. Sin embargo, así es su estilo: llano, simple y directo. El efecto es instantáneo, y mágico. Uno siente que pudo haber vivido todo eso, que de algún modo lo está viviendo, como si se produjera no una mera identificación, sino un fenómeno casi animista de intimidad estrecha con la autora.
Eduardo Stupia