Hay en este libro una confusión y un murmullo, el caos clamoroso del día. Su luz y el movimiento, encausados por el discurso que dice, que ensordece; ordenados en una sucesión de persianas, que se abren para escandir la vida bajo el sol. No se apacigua la ciudad con calor de la estrella cercana —su arrebato. Es un organismo viviente, un animal de paredes mutantes, memoria de herrumbre y aerosoles, en la constante erosión del suburbio. También en el libro está la noche. El cielo negro sembrado de luces, en los bordes del gigante urbano. Una evocación de casas bajas, de ventanas que recortan intervalos rítmicos: calle vacía, rumor de árboles al viento, patios silenciados, potreros. Y un poco más allá, crece, inocente y mudo, el desierto. Margen de muerte donde se arroja el tiempo sagrado de los días. La supervivencia late bajito en la noche. Llega el amor. Regalo envuelto de luz; casa que sí puede abrirse a la intemperie. El encuentro es un diálogo secreto, interrumpido y reanudado, por esa persistencia que se obstina en traspasar los intersticios de la boca —de los versos cortados, del blanco abierto de la página. En cada poema que el libro irradia, paciente, demorado, habita ese encuentro que se renueva y siempre cruza “del otro lado del otro”. Cada vez sin certezas y, al mismo tiempo, tan certeramente. Tan milagro.