Este libro de Pía Bouzas alterna el verso y la prosa como rasgo particular, pero sobre todo se desvía ligeramente de cierta norma sintáctica y de ciertas formas de cohesión. Estos detalles determinan una voz que registra una mirada y una escucha de índole poética. El juego y el movimiento de las percepciones recortan un hábitat: el espacio diario. A la manera del famoso film de Alfred Hitchcock, los ojos miran el trajín cotidiano a través de una ventana y de un balcón que funcionan como un punto de fuga. Por su parte, el oído escucha atentamente voces vecinas y ruidos urbanos. Esa indagación en los hechos habituales evoca no solo el espacio alrededor sino también los procesos de los nervios óptico y auditivo a la hora de reconocer el mundo. La experiencia del exterior, a modo de espejo inverso, convoca una rutina decisiva: la tarea de escribir. Como dice el epígrafe de May Sarton, el animal de escritura hace de la rutina (el trazo de la caligrafía como efecto de una continuidad) un acto creativo. Mirar, escuchar e interrogarse pueden ser maneras de inscripción personal en el tiempo. Sabemos que escribir (toda tentativa genuina de escritura) se escapa, finalmente, del virus del profesionalismo y de la prisión de lo eficaz. Por eso, a través de una preciosa constancia, Bouzas convierte la rutina material en un hecho luminoso de transfiguración: "camino entre árboles inmensos de un bosque de coigues y cipreses y robles. El viento pasa entre las hojas, las hace hablar en lengua desconocida".
Carlos Battilana